domingo, 8 de noviembre de 2020

CULPA MÍA.

Yo tuve la culpa. Yo quería robarle un beso y sentir aquel perfecto y fascinante cuerpo pegado al mío.
Nunca llegué a sospechar que yo era la presa y no el cazador, ni que aquella sinuosa mujer tenía todo calculado en su perversa mente. Me sentía eufórico creyendo que ella caía en mis redes y cuando mi boca rozó la suya todo se aceleró.
En ese instante sentí como ella tomaba el mando y el fuego de su lujuria recorrió hasta la última célula de mi cuerpo. La excitación terminó por dejarme a su merced fundiéndose a esa adictiva y vertiginosa sensación de riesgo que disparaba mi adrenalina y me hacia desear saborear cada rincón de aquel cuerpo caliente que me guiaba con destreza al paraíso del placer.
Una vez en su casa, contemplar su completa y exquisita desnudez mientras sus manos y su boca me quitaban la ropa se convirtió en un inolvidable espectáculo antes de que ella se volviera para irse con su voluptuoso caminar hacia la habitación consiguiendo que yo la siguiera sin poder apartar la mirada de su impresionante culo.
Por una milésima de segundo, una alarma se encendió en mi cabeza y pensé en no seguirla, pero la tremenda excitación borró de un plumazo esa idea. En cuanto crucé aquella puerta ella se encargó de incendiar aún más mi cuerpo para guiarme a la cama y colocarse encima de mí. Pude ver el brillo de su mirada y como se mordía los labios sintiéndose poderosa y dominante.
Deseaba ser poseído. Quería gozar del fuego abrasador que rozaba mi erección con precisos y calculados movimientos que me hacían estremecer. Sus uñas se clavaban en la piel de mis hombros, y sin que yo supiera cómo, aquellos sutiles arañazos llevaron mis muñecas hacia unas esposas escondidas bajo la almohada.
Cuando fui consciente de la situación, la vi disfrutando de su triunfo en el momento en que se apoderó por completo de aquella encendida erección que palpitaba deseando ser bañada por el cálido elixir que brotaba entre sus piernas.
Y me olvidé de las esposas viendo la lujuria en su rostro, y ya no me importaron ni los arañazos ni la furia con la que sus caderas me poseían. En aquel momento habría vendido mi alma a cambio de seguir siendo su esclavo hasta el fin de los tiempos.
Ese era su plan. Tenerme a su disposición entregado y sometido. Y terminé rendido a ese ser perverso que me llevaba a umbrales del placer jamás imaginados por un tipo que se creía cazador y que acabó hechizado por aquella mujer de curvas que rozaban la perfección, alma de bruja maléfica y sangre de loba en las venas.

MICHEL GARCÍA
LEGNA LOBO NEGRO

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