viernes, 12 de julio de 2019

MI ALUMNA FAVORITA.

Siempre atenta y aplicada, preparada para asimilar cada una de mis lecciones. Dispuesta a no perderse detalle con la curiosidad de una mente inquieta lista para preguntar cualquier duda que surja en esa cabeza ansiosa por recoger todas las enseñanzas de este viejo profesor.
Cada clase, cada nuevo tema se convertía así en un delicioso placer para mí.
Cansado de impartir conocimientos de forma automática y repetitiva a aulas repletas de jóvenes cuyo principal interés era conseguir la nota necesaria con el mínimo esfuerzo posible, tenerla a ella en primera fila suponía un interesante estímulo que me había devuelto las ganas y la ilusión por guiar los pasos de alguien que realmente se lo merecía y se lo ganaba cada día.
Y cada noche, preparaba la clase siguiente sin esfuerzo, alegre por saber que ella estaría allí. Disfrutando de nuevo de mi trabajo, me descubrí capaz de vibrar otra vez, y de nuevo aparecían esos nervios previos a la clase que hacía mucho que no sentía.
Tan entusiasmado estaba, que tardé un tiempo en percibir ciertos gestos en su lenguaje corporal. Pasadas unas semanas, comencé a fijarme en su manera de vestir. No era muy diferente al resto de sus compañeras, pero había siempre un grado más de atrevimiento provocador en su ropa y en su manera de mirar.
No negaré que para una joven veinteañera no suponía ningún problema tener siempre una imagen de criatura angelical. Y tampoco voy a ocultar que resultaba delicioso disfrutar de esa excitante combinación entre mente inquieta y cuerpo escultural.
Mientras intentaba seguir centrado en mi labor docente, me repetía una y otra vez que aquello no podía ser más que fruto de mi traviesa imaginación, que no era posible que una mujer así se fijara en un tipo que doblaba su edad.
Me volví más atento a todo lo que la rodeaba. Comprobé que su expediente académico rozaba la perfección, y pude confirmar que ella siempre era la primera en llegar y la última en marcharse, y que nunca iba acompañada, y que nadie la esperaba. Y tanta atención me llevó a fijarme más en aquella turbadora sonrisa, en aquellas curvas perfectas que se adivinaban bajo sus ajustados y cortos vestidos.
Al placer de sentirme halagado por su increíble curiosidad, se unía el placer físico de admirar su maravillosa figura. Y eso me excitaba y preocupada al mismo tiempo.
Hasta que una mañana, su asiento estaba vacío. No apareció en toda la clase y un extraño malestar se apoderó de mi cuerpo, y a duras penas, logré controlarlo para seguir con el resto de mi jornada.
Por la tarde, ya en casa, seguía pensando en el nerviosismo que su ausencia me estaba provocando. Me quedé adormilado en el sofá sin muchas ganas de preparar el temario del día siguiente, y de pronto sonó el teléfono, y el sonido de su voz al otro lado me hizo saltar como un resorte. Se disculpaba por no haber podido asistir esa mañana por un contratiempo familiar. Había sacado mi número de la web de la facultad y seguía pidiendo perdón por no poder ir a clase tampoco mañana.
Escucharla supuso un escalofrío. Torpemente, casi balbuceando, atiné a decirle que no se preocupara, que recuperaría el tiempo perdido con suma facilidad.
Pero ella insistía en pedir perdón, y ya tenía otros planes en mente. Sin rodeos, me pidió por favor que pasara por el apartamento donde se aislaba del mundo para estudiar y así retomar las lecciones perdidas esos dos días. Y con la misma segura naturalidad, colgó el teléfono después de darme la dirección y decirme que me esperaba el jueves a las ocho de la tarde.
Resultó difícil mantener la calma. Estar a solas con ella suponía una idea tentadora, pero en mi cabeza no dejaban de saltar alarmas que me recordaban que por mucho que lo intentase presentar como algo natural, la realidad hacia que pareciese algo, cuanto menos, inapropiado. Alumna veinteañera y canoso profesor... No, no sonaba muy bien...
Pero la tentación fue más fuerte que los miedos, y el jueves, a las ocho de la tarde, mis piernas temblaban esperando que ella abriera la puerta.
Y la abrió, y no había ropa ajustada ni provocativa. Pero estaba aquella deslumbrante sonrisa y su intensa mirada, y esa escultural figura cubierta por un encantador pijama de ositos. Me invitó a pasar, y en cuanto hube traspasado el umbral de su santuario, me sentí liberado y agradecido por estar allí. Ella, sin pronunciar palabra, me abrazó con la fuerza y la sinceridad de esos abrazos perfectos, esos que te hacen suspirar mientras todo tu cuerpo se estremece y se acomoda encajando con el suyo.
En mi cabeza se amontonaban las preguntas, pero cuando sus labios rozaron mi cuello, cuando sentí su calor y su aroma, las preguntas desaparecieron. Mis manos se perdieron bajo el pijama buscando la suave piel de su espalda desnuda, y pude sentir como se erizaba cuando mis dedos comenzaron a acercarse al borde del pantalón de su pijama.
Su boca se unió a la mía, y los cálidos besos se volvieron rápidamente ansiosos mordiscos al mismo tiempo que mis manos cruzaban la barrena de su pantalón agarrando con fuerza sus nalgas. La respiración acelerada, la pasión desbordándose por momentos dando rienda suelta al deseo tanto tiempo contenido.
Los miedos, los prejuicios, los imposibles, van desapareciendo al mismo ritmo que nuestra ropa va cayendo al suelo. Completamente desnudos, besándonos de pie en mitad de la habitación. Pegados, rozándonos, sin dejar de acariciarnos, sin parar de comernos a besos, sintiéndonos, sintiendo que el resto del universo acababa de desaparecer, y que solamente existían dos cuerpos necesitados de entregarse el uno al otro.
Dos amantes sin reglas, sin condiciones, que deseaban gozar del placer de unirse en un creciente estado de febril excitación.
Un solo objetivo, una sola norma... embriagarse del sabroso néctar que brota cuando el deseo traspasa la piel y se apodera del alma...

MICHEL GARCÍA
LEGNA LOBO NEGRO

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