lunes, 15 de marzo de 2021

CITA A CIEGAS.

Nunca me gustaron las citas a ciegas, y mucho menos las que tienen toda la pinta de resultar una encerrona.
Ya llevaba tiempo dándole largas a Raúl, mi compañero de trabajo. Él seguía insistiendo y ya no sabía que excusa ponerle, así que al final acepté una invitación a comer con él, con un antiguo amigo suyo del instituto y con una chica a la que había conocido por redes sociales. 
Una cita a ciegas doble. Algo que, según mi forma de pensar, tenía todos los condicionantes para resultar un completo desastre. Pero no quise pensar más en ello, busqué mi coraza de mujer positiva y decidí dar una oportunidad a la tarde el sábado. Además, con la actual situación de horarios de cierre y toque de queda, sería sencillo terminar el día en mi sofá disfrutando a solas de un buen libro o de una película entretenida.
Por fin llegó el sábado, y para mi sorpresa, me costó menos de lo habitual elegir que ponerme. Falda negra con una pequeña abertura lateral, camiseta blanca ajustada con el escote justo para no parecer ni una mojigata ni demasiado provocativa, cazadora de cuero y botas altas negras de tacón de aguja. Una imagen sencilla e informal bajo la que decidí estrenar el conjunto de braguita y sujetador que acababa de comprar.
Un conjunto sexy y prácticamente transparente escogido no por las expectativas de la cita, si no por el simple placer de disfrutar de esa sedosa lencería sobre mi piel y darme el gustazo de mirarme en el espejo con esa imagen sensual y regalarme el placer de verme atractiva y seductora sintiendo esa tenue tela acariciarme. Una imagen que me reconfortaba y me daba una cálida sensación de fortaleza y seguridad que reafirmaba mi feminidad sin la necesidad de que nadie me lo recordara.
Una vez en el restaurante, hechas las correctas presentaciones, pude confirmar mis temores. Ni Raúl ni su amigo pasaban el aprobado justo para lo que yo consideraba una agradable compañía. Al menos el local y la carta merecían que siguiese obligándome a pensar en positivo.
Luego estaba Lucía. Una veinteañera rubia con carita de ángel y cuerpo escultural que parecía por momentos arrepentirse de haber aceptado aquella invitación. Tengo que reconocer que nunca me han gustado las mujeres, pero tampoco suponía ningún tipo de problema aceptar el atractivo de aquella chica.
Los chicos enseguida comenzaron a recordar aventuras y fiestas de su época de estudiantes. Una conversación cargada de escandalosas carcajadas ante la que nuestra respuesta fue comenzar a intercambiar sonrisas y miradas cómplices que dejaban claro que ambas estábamos deseando escapar de allí lo más rápido posible.
Sin que ellos pareciesen darse cuenta de nuestra creciente incomodidad, nos sirvieron el segundo plato y ellos atacaron la segunda botella de vino. La conversación seguía los mismos derroteros sin que yo supiera cómo disimular, pero en ese instante sentí el roce de un pie que comenzaba a jugar sobre el cuero de mis botas. Pensé que alguno de ellos se estaba dejando llevar por la euforia del vino para jugársela en un patoso intento de llamar mi atención. Pero en cuanto vi el brillo en la mirada de Lucía y la pícara sonrisa que se dibujaba en su cara comprendí que aquella criatura angelical escondía un lado travieso, o simplemente se aburría y buscaba un aliciente divertido para hacer más llevadero aquel tedioso momento. 
A la sorpresa inicial se unió rápidamente un agradable cosquilleo que subía por mi pierna. Aún más sorprendida por la reacción de mi cuerpo, sonreí encantada con aquella inesperada y divertida travesura.
Lucía siguió con sus caricias y yo intentaba disimular la risa y el incipiente rubor que llegaba a mis mejillas sin que ninguno de ellos se diera cuenta del divertido entretenimiento que nosotras habíamos encontrado.
Después de pedir los postres, con un caluroso nerviosismo entre las piernas por culpa de las cada vez más atrevidas caricias de sus dedos, me disculpé para ir al baño y ella no tardó ni un segundo en levantarse para acompañarme.
Una vez a solas, todo si aceleró sin necesidad de palabras. Su boca buscó la mía y sus manos, casi sin que yo supiera cómo, jugaban bajo mi falda acariciado el encaje de unas braguitas que ardían y se empapaban de manera incontrolable. Yo no pude más que dejarme llevar y saborear su boca mientras gemía y le decía entre jadeos que no podía ser verdad, que nunca había estado con una mujer. Ella me miró con los ojos inyectados de pasión y me pidió que me relajara y disfrutara. Para ella no era la primera vez y parecía encantada de hacerme sentir aquella indescriptible excitación.
Los dedos de sus pies habían despertado y encendido los poros de mi piel, y ahora los dedos de su mano me estaban llevando a una maravillosa locura. Por primera vez en mi vida, unos dedos de mujer jugaban con mi lencería al mismo tiempo que su cuerpo se apretaba contra el mío provocando un torrente de sensaciones totalmente nuevas para mí que me hicieron explotar entre gemidos ahogados en su sabrosa boca.
Me temblaban las piernas tratando de calmar mi agitada respiración y ella me miraba con una mezcla de ternura y deseo que la hacía aún más deseable. Aquella dulce criatura se había vuelto un excitante diablillo que me tenía totalmente entregada a seguir pecando enredada en sus brazos. Acariciaba mi nuca, acercaba su boca a mi cuello y susurraba cerca de mi oreja que se moría de ganas de tenerme desnuda en la cama. Mis piernas no paraban de temblar y mi pecho latía como el de un potro desbocado, pero había que poner un poco de cordura y volver a la mesa aunque sus ardientes besos frenaban mis intenciones de salir del baño.
No hubo más remedio que regresar. Y de nuevo me sorprendí a mí misma mirando como su ajustado vaquero resaltaba sus prefectas y redondas nalgas. ¡Una hetero convencida cómo yo deseando agarrar aquel culo y volver a entregarme a disfrutar sin un mínimo de arrepentimiento!
Un cúmulo de impactantes sensaciones que estaban convirtiendo lo que parecía un aburrido sábado en una tarde inolvidable.
En la mesa, Raúl y su amigo seguían en su mundo totalmente ajenos a lo que estaba pasando con "sus chicas". Pidieron cafés y licores, pero Lucía dijo que ella no podía quedarse más tiempo. Se le había hecho tarde, había quedado de pasar a hacerle la compra a su abuela, así que, disculpándose de nuevo por tener que irse, cogió el móvil con intención de llamar un taxi.
No hizo falta ningún guiño cómplice ni fue algo que hubiéramos planeado. Reaccioné automáticamente diciendo que yo también tenía cosas que hacer, que no pidiera el taxi, que mi coche estaba aparcado en la calle de al lado, que yo la acercaba a donde ella me dijera. 
Sin más explicaciones nos levantamos y salimos del restaurante dejándolos con cara de no saber que había acabado de pasar. Llegamos al coche con una sonrisa de oreja a oreja, y arranqué sin pensar en más que en dejarme devorar por aquel demonio seductor que había despertado lo que nadie antes había logrado despertar. 
Sobra decir que no había compra que llevar a la abuelita. Sobra también explicar si acabamos en su cama o en la mía. Lo evidente, que por una vez, una cita a ciegas dio paso a una tarde de desatada lujuria donde los placeres de la carne se mezclaron con los de la mente incendiando todos los sentidos hasta llevarnos a gozar sin preocuparnos de si el mundo seguía girando más allá de la frontera de nuestros cuerpos.

MICHEL GARCÍA
LEGNA LOBO NEGRO

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